El lejano oriente en la poesía mexicana de Elsa Cross: una cartografía del espíritu*


*     Publicado en Campos de Plumas, México, 3 de mayo, 2023.

por Josu Landa

A Silvia Lidia González y Gregory Zambrano

La casi inabarcable actividad artística e intelectual de Elsa Cross, por ventura, no alcanza el punto final. Lejos de eso, el ritmo y la frecuencia de sus contribuciones parece ir en aumento. Todavía hace nada, apenas en 2021, vio la luz el volumen La locura divina. Poetas místicas de la India, cuando aun latía junto con nuestros corazones el verbo-puente entre el nombre y lo nombrado: el sigilo: el movimiento silente o discreto envión de silencio, «donde los nombres de las cosas / se transparentan», dicho en Nepantla, poco antes: en 2019. Ahora sale este imponente cofre, repleto de prendas urdidas, tejidas, labradas, forjadas, en los parajes factuales o imaginarios de Cipango y de Cathay o en las comarcas bendecidas por el Indo y el Ganges, que lleva el nombre de El lejano Oriente en la poesía mexicana, y circula bajo los auspicios de las universidades autónomas Nacional de México, de Sinaloa, de Nuevo León y Vaso Roto Ediciones. Y sé, de la mejor fuente, que Elsa Cross está a punto de ofrecernos una amplia cosecha de nuevos títulos.

Es ampliamente conocida la desconcertante tesis formulada por Hegel, en sus Lecciones de filosofía de la historia, en el sentido de que «la historia universal va de Oriente a Occidente. Europa es absolutamente el término de la historia universal. Asia es el principio». Aislada de esa manera, la frase parece inocua. Pero lo que el pensador alemán tenía en mente, cuando concibió esa idea, era una Asia reducida a la condición de mera «infancia de la historia», un continente cuyas civilizaciones se sustentaban en vínculos familiares, en «cuidados paternales, que por medio de advertencias y castigos» mantenían «un reino prosaico…», donde «no hay progreso».

Lo que está en juego, en la visión de Hegel, es la historia del Espíritu. Tras una asimilación, muy practicada en la tradición filósofica, entre el sol y el reino de lo ideal, Hegel identifica el (supuesto) curso cotidiano del astro en referencia con los momentos iniciales y finales del despliegue del Espíritu y la consiguiente realización de la historia. Así como el sol «nace» en Oriente, «la primera forma del espíritu es […] la oriental». Antes de ‘morir’ en los dominios del oeste –occidere, el verbo de donde procede ‘occidente’, significa ‘morir’ en latín– el sol-espíritu se robustece y amaciza a su paso por China, India, las culturas de Asia menor, el mundo greco-latino, los dominios del catolicismo… y se realiza, a plenitud, en la Europa germanizada –y, a la postre, moderna por excelencia–, en especial la que abrazó el luteranismo y sus derivados. En ese relato, el continente americano luce como una incómoda excentricidad, ante la que Hegel reacciona más con inefables prejuicios propios y ajenos que con estimable creatividad teorética.

No se le escapa a Hegel que «el Oriente es por sí mismo algo relativo». Es decir, Hegel está al tanto de la evidencia de que no hay –porque no puede haber– un Oriente fijo. El filósofo es consciente, pues, de que alguien podría tomar a Europa o a América como sendas fuentes del sol y, con ello, ser vistas como el Oriente por los territorios situados a su lado oeste. En fin: Hegel no ignora que la tierra es una esfera, pero postula que, aun así, «la historia no describe un círculo alrededor» del globo terráqueo y, más bien, asume que aquella «tiene un orto, un oriente determinado, que es Asia». Eso explicaría las referencias que hacen posible que sigamos hablando de Oriente y Occidente, en los términos en que lo hacemos hoy.

Ahora bien, en contraste frontal con lo que comunica la prosopopeya al uso acerca del sol –que este nace en Oriente y muere en Occidente–, Hegel sostiene que el despliegue histórico del Espíritu, que según se ha visto es análogo a la trayectoria del astro en referencia, no deviene aniquilación de este, cuando finalmente recala en Europa. En palabras de Hegel: «En Asia nace el sol exterior, el sol físico, y se pone en Occidente, pero en cambio aquí es donde se levanta el sol interior de la conciencia, que expande por doquiera su brillo más intenso».1      

Este libro que Elsa Cross, después de tantos años, ha logrado tramar y armar puede ser visto –junto con muchos otros de la más variada índole– como una magnificente refutación del lecho de Procusto al que Hegel sometió a la milenaria historia de la cultura y las civilizaciones, es decir, al largo y zigzagueante vuelo del Espíritu en el mundo. El lejano Oriente en la poesía mexicana podría verse como un amplio y valioso registro de esa migración de aquel hegeliano «sol interior de la conciencia», finalmente arraigado en la Europa moderna –y, no sin problemas, en sus derivaciones americanas– que en esta ocasión proyecta «su brillo más intenso» en los más remotos confines de Asia.

¿Cómo dar cuenta de esta contundente y fecunda denegación de la arrogancia eurocéntrica? No pretendo dar aquí algo como una explicación de ese fenómeno. Cuando más, traeré a la memoria algunos datos bastante conocidos. A riesgo de sucumbir al reduccionismo, cabría pensar que en un pasado que rebasa los límites de los siglos XVIII y XIX, el interés de Occidente por Oriente se cifraba en motivos de dominio imperial y de comercio, es decir: de acceso a mecaderías exóticas (como la seda, las especias…), a posesiones territoriales y a metales preciosos, como el siempre codiciado oro. Acaso el viaje de Colón a «la India», por su ambición y por la temeridad de su plan de ruta, es el ejemplo insuperable de la pulsión viajera en pos de esos potentes objetos del deseo. Desde luego, los intereses de índole material, a la hora de pensar en Oriente, nunca han remitido en Occidente, pero libros como el que ahora pone Elsa Cross en nuestras manos son la expresión del gran relieve que, en las últimas dos centurias, ha venido adquiriendo la seducción ejercida por las potentes formaciones culturales y espirituales orientales en la más refinada sensibilidad occidental.

Ahora bien, por lo menos desde las gestas asiáticas de Alejandro Magno, está claro que cada iniciativa imperial y mercantil ha traído aparejado un descubrimiento y un acercamiento espiritual de Occidente a las más significativas culturas orientales. También es cierto que ese efecto se extiende y profundiza tras empresas como la de Marco Polo y, sobre todo, las de carácter colonialista acometidas por potencias como las monarquías española, portuguesa e inglesa, entre otras. Ya para el siglo XIX, las elites culturales de Europa y de algunas de las sociedades americanas muestran un conocimiento mucho más amplio –aunque todavía lastrado de prejuicios e inexactitudes– de aquellos lejanos dominios que la inveterada prepotencia cristiana situaba in partibus infidelium.

Para efectos del volumen al que se refieren estas líneas –sin menospreciar el dato histórico señalado– parece más fecunda la hipótesis de que la apertura, la curiosidad, el interés y la admiración de cada vez más mentes en el Poniente –muy marcadamente a lo largo del todo el siglo XX– por las culturas y espiritualidades orientales entierran sus raíces en la percepción, más o menos intensa, de un agotamiento espiritual y ético de Occidente. El avance sostenido de la secularización y del ciencismo extremo; la primacía del materialismo moral sobre valores más trascendentes; la vacuidad proyectada por las estructuras surgidas del crisol de fantasías que fue la Ilustración y sus derivados; la instrumentalización y economización de la vida, en detrimento de la salud y vitalidad del éthos, así como del estro poético y de un espíritu trágico, que ni siquiera los románticos más potentes lograron reflotar, entre otras manifestaciones afines, yacen en la base de un modo de estar en el mundo demasiado oneroso en el plano existencial.

Este libro que debemos a la sensibilidad y conciencia inabarcables de Elsa Cross da cabal cuenta de lo que ese malestar en el espíritu ha potenciado entre los poetas de México, desde finales del siglo XIX. Es el registro del poder suscitador que, para muchas de las almas más sensibles del país, ha ejercido lo que, al menos, hasta ahora se nos muestra como una espiritualidad más entera, más vital, incluso más auténtica o ‘pura’ en las revigorizadas tradiciones y civilizaciones de China, India, Tibet y Japón; a pesar de los estragos causados por los siglos de una historia que va de la colonización a la globalización del capitalismo ultraliberal.2 Así es como, con mayor probabilidad, puede asumirse este volumen como un libro de viajes –poco importa si fácticos o ficticios, como asevera con pertinencia y lucidez la propia Elsa Cross (p. 9)–. También como el recuento de las estaciones de la larga trayectoria del sol más bien medio opaco, ya casi exangüe –contra las ilusiones de Hegel y sus diversos congéneres–, en busca de un sol entre cuyas fortalezas está el mito vivificante del origen. Como si se cumpliera, una vez más, aquella antigua intuición latente en las filosofías de primera hora en Occiente, según la cual similia similibus percipiuntur: lo semejante es captado y procurado por lo semejante.

De una manera por demás singular, Elsa Cross pone a nuestro alcance un mapa –o, cuando menos, el esbozo de una cartografía poética– de la espiritualidad de nuestro tiempo, en nuestro orbe cultural mexicano. Todo el mar de escritura poética que da sustancia a este libro pone a la vista la indeleble impronta de los más relevantes avatares del espíritu en Oriente entre nuestros poetas y escritores. La acuciosidad, el esmero y la generosidad de Elsa Cross no ha reparado en límites, a la hora de poner al descubierto esas trazas, esas huellas, hasta el punto de abrirle el paso hacia la luz a una cantidad considerable de textos inéditos: detalle que agrega un punto de valor al libro. Quien incursione en sus páginas comprobará los alcances de la fascinación estética y espiritual que a esas almas sedientas de intensidades: urgidas de emociones: entregradas a lo que no puede ser sino vocación de absoluto, les depara el hoy no tan lejano Oriente.

Podríamos hablar de formas occidentales de existencia, que han venido permeando a las sociedades asiáticas, de manera muy marcada, desde la II Guerra Mundial. Es difícil calibrar, desde Occidente, hasta dónde ha penetrado, en aquellos parajes, esa manera de vivir la vida. Más allá de calas precisas, desde aquí nos ha dado por pensar que las expresiones culturales y espirituales más hondamente arraigadas en las gentes de esos países han resistido bastante bien la insoslayable occidentalización en curso y que, en cierto grado, han logrado reinventarse. Es posible que esa interpretación de las relaciones Oriente-Occidente, en la neo-modernidad contemporánea, delate una idealización. Pero, desde el punto de vista de la vida interior, de la dinámica del alma, esa especie de sublimación no comporta un lastre negativo, sino más bien un impulso realizador. Ciertamente, hay un fondo de ‘orientalismo’ en la poesía compendiada en este libro. Orientalismo, en un sentido inverso al que denunció Edwuard Said, puesto que se trata de ensalzar unos valores estético-espirituales, no de un prejuicioso artilugio ideológico al servicio de visiones e intereses coloniales. Y hay, también, un sustrato de exotismo, es decir, de sobreestimación realizadora de una alteridad apropiable con provecho artístico y psíquico, desde nuestra problemática circunstancia. Ya Atsuko Tanabe, en su clásico El japonismo en la poesía de José Juan Tablada, había detectado en la literatura francesa del siglo XIX que «la curiosidad por lo lejano y exótico excitaba a los escritores, pero había otras motivaciones más profundas, que llevaban al hombre [de dicho siglo] hasta el Oriente». Según la estudiosa japonesa, ya el romanticismo se movía «por la búsqueda del otro, de la otra realidad. De ahí […la] aspiración por lo extraño, tanto geográfica como cronológica y espiritualmente lejano». Y agrega: «[…] el orientalismo surgió como parte de esa tendencia al exotismo…»2 Elsa Cross demuestra tener una conciencia plena y aguda de las derivaciones de este hecho, en tiempos y espacios más cercanos que los referidos por Tanabe. Y lo asume en toda su fecundidad, como puede verse cuando advierte que «la visión del Oriente que transmiten todas estas voces [congregadas en este libro] es tan variada que va desde el estereotipo hasta el arquetipo. ¿Y cómo evitar el estereotipo, cuando se descubre por primera vez algo cuya fuerza y belleza no han logrado agotar las descripciones tantas veces leídas?» (p. 55).

Según mis cuentas nada confiables, esta arca contiene textos de 141 escritores (la inclusión de unos pocos narradores impide hablar, en sentido estricto, de ‘poetas’). Se presentan en dos partes: la que agrupa a quienes han compuesto poemas según los usos formales prevalecientes en Occidente y la de quienes han cultivado formas con amplia tradición en Oriente, que la autora titula «Poemas sintéticos, tankas, haikus». Sería absurdo pretender dar cuenta, en este prudente acercamiento al volumen elaborado por Elsa Cross, de un océano textual de casi 800 páginas. Se puede lograr una visión de conjunto de su contenido, así como una primera idea de la conexión puntual de sus componentes, con la lectura de la documentada, bien pensada y mejor articulada introducción que nos prodiga Elsa Cross. Esa cuarentena de páginas permite contemplar, de entrada, con certero goce, el bosque y los árboles de la poesía mexicana de raigambre orientalista. José Juan Tablada y Efrén Rebolledo traspasaron en cuerpo y alma, apenas a comienzos del siglo XX, las barreras que dificultaban el acceso directo a los dominios de la cosmovisión y la cultura japonesas. Pero hubo otros pioneros y exploradores tenaces y lúcidos en las incursiones mexicanas en los confines de Asia. Octavio Paz y la propia Elsa Cross han sido decisivos en el encuentro estético-espiritual con India; aunque también debe tenerse presente que el poeta de Ladera Este, se sumergió como pocos en ideogramas de las poesías china y japonesa. Por su parte, sensibilidades como las de Eduardo Lizalde, Francisco Hernández, David Huerta, Myriam Moscona, Ernesto Lumbreras, Ursus Sartoris… se las vieron con motivos de la espiritualidad india. Los ya antiguos sólidos vínculos con Japón contaron con un refuerzo ejemplar con la labor de Átsuko Tanabe y Sergio Mondragón y, últimamente, la de Aurelio Asiain. La dimensión estético-religiosa, en especial de orientación budista, con la que también conecta Mondragón y su legendaria revista, El corno emplumado, asimismo está presente en buena parte de la actividad literaria de José Vicente Anaya. La cosmovisión y la poesía chinas captaron el interés de José Gorostiza, Salvador Elizondo, Gabriel Zaid, Francisco Serrano, Claudia Hernández de Valle-Arizpe, entre otros. Por razones obvias, aquí, solo me es dado mencionar algunos nombres, sin omitir que algunos de ellos pueden figurar en varias regiones de la cartografía poético-espiritual del lejano Oriente.

Elsa Cross ha reunido, en un enorme mapa, las cifras de una vastedad casi inabarcable de regiones del alma y de la poesía mexicanas, teñidas del colorido y provistas de la vitalidad y la luz de los avatares siempre miríficos del espíritu, en el extremo oriental del mundo. Con libros como este, para un occidental, luce más difícil verse como un «bárbaro en Asía», como se veía Henry Michaux, todavía en la década de los 30 del siglo pasado. Y, en lo que hace a la historia literaria del país, El lejano Oriente en la poesía mexicana es un nuevo hito insoslayable: un punto de llegada y un punto de partida, desde el que se mira hacia atrás, para poder ver mejor lo que vaya apareciendo en adelante en la lírica mexicana.


1 Todas las citas hegelianas aquí reproducidas provienen de G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia universal, trad. de José Gaos, Madrid, Tecnos, 2005, passim, pp. 308-309.

2 Elsa Cross no aparta la mirada, ante este lacerante hecho, decisivo en las relaciones de Oriente con las potencias imperiales de antaño y con los modelos económicos de hogaño, impulsados por factores impersonales, ‘desustancializados’ y ubicuos, pero de inconfundible impronta occidental, en vastas zonas de Asia (v. pp. 41-42). También toma nota de los deletéreos efectos de iniciativas como la Revolución Cultural maoísta en la rica tradición cultural y espiritual china, con lo que abre las compuertas al examen de situaciones análogas en países como Corea del Norte, Vietnam, Camboya, Laos… así como en los que han sufrido las embestidas del islamismo extremista.

2 A. Tanabe, El japonismo de José Juan Tablada, México, UNAM, 1981, passim, p. 15.

Josu Landa es filósofo y poeta. Ejerce la docencia en la UNAM.

Entre los libros de su autoría resaltan PoéticaCanon cityPlatón y la poesíaTeoría del caníbal exquisito y Éticas de crisis: cinismo, epicureísmo, estoicismo. También es autor de once poemarios, entre los que destaca Treno a la mujer que se fue con el tiempo, y el más reciente de los cuales es Mundo Neverí.

En 1996, le otorgaron el Premio Carlos Pellicer de Poesía. En 1997, recibió la Orden Andrés Bello. Ha sido becario del DAAD en Alemania. Ha pertenecido, en tres ocasiones, al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.

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